Relato erótico acerca de travestis, fantasias de transexuales y chicas trans enviado por Marinatv65
Cuando entré a la oficina de Christian, me sentía más nervioso que nunca. Y más porque al pedirle su baño privado, y ver mi petaca, se me quedó viendo raro. Pero le dije que era su regalo de cumpleaños y aceptó, aparentemente a regañadientes. Christian era americano, había sido Marine, y era muy alto y musculoso. Por eso me llamaron tanto la atención sus comentarios tan ambiguos el día anterior en la comida, que me impulsaron a hacer algo de lo que ya me estaba arrepintiendo de hacer.
Me encerré en el baño y me desvestí totalmente. Me puse primero el liguero de encaje blanco que tanto me gustaba, y mis medias especiales, blancas también. Mi cuerpo está totalmente rasurado, excepto en el pubis, mi vello púbico es tan abundante que casi cubre mi pene, que es diminuto, así como mis testículos, que simplemente no se ven. Me puse luego un brassiere parte del conjunto de lencería, pero, en un arrebato de arrojo, resolví no ponerme la tanga del conjunto. Luego me puse una batita de encaje traslúcida. Me maquillé en forma discreta; nunca me ha gustado vestirme de drag-queen. Luego coroné mi atuendo con una peluca de cabello natural del color del mío pero largo lacio, y me puse mis sandalias de tacón blanco que tanto me gustaban.
Con el corazón saliéndoseme del pecho, entreabrí la puerta y le dije:
¿Listo?
Ya me estaba preocupando. - respondió juguetonamente.
Pero cuando salí, se le borró la sonrisa del rostro. Me espanté y me detuve. El ruido que hicieron mis tacones altos se escuchó ensordecedor. Sentí que palidecía. Empecé a sentir el enorme error que había cometido. Mi frágil cuerpo cubierto por la delicada lencería lo sentí tan expuesto que nunca me había sentido tan vulnerable. Y curiosamente, sentí la vulnerabilidad de mis pequeñas y delicadas partes íntimas, expuestas y rodeadas de lencería.
Christian caminó lento viéndome a los ojos y luego vi claramente como su mirada recorría mi cuerpo, y se detenía en el manchón oscuro de mis ingles. Sentía que la vaporosa bata de encaje rozaba mi diminuto glande. Estaba mirando mi pene. Se me acercó mucho. Y cuando llegó a centímetros de mí, me dijo muy serio:
Eres el mejor regalo que me han dado en mi vida.
Me di cuenta que la intensidad de su mirada no era motivada por el enojo, sino por el deseo. No podía creer mi suerte. Exhalé aliviada. Porque ya no era él. Era ella.
Christian me tomó de los hombros, y me acercó a sí, y me besó en la boca. El beso más tierno que se puedan imaginar. Me acercó hasta pegarme a él y me abrazó con firmeza. Yo sentí la hercúlea fuerza de sus brazos. Nunca me había sentido tan vulnerable y a la vez tan protegida como en ese momento. Su pene, que se adivinaba enorme, oprimió mi pequeñez. Nuestras lenguas se enroscaron a medida que el beso de Christian se hacía más demandante. Las manos de él se deslizaron por mi espalda hasta que llegaron a mis nalgas (mi punto más débil), y las apretó. La firmeza de su apretón me hizo dar un gemido. Luego su mano izquierda empezó a vagar más abajo. Encontró la grieta entre mis nalgas y siguió descendiendo, hasta que encontró el sitio donde estaba mi ano, y lo oprimió con un dedo. Luego su mano derecha se deslizó hacia adelante. Con la punta de sus dedos rozaba mis caderas, y al llegar a mi abdomen empezó a bajar. Se metió entre mi bata entreabierta, pasó lentamente por mi vello púbico, y con la yema de sus dedos tomó mi pequeñez. No pude evitar emitir un quejido de placer en su boca, porque me seguía besando. Con extrema delicadeza acarició mi ridículamente pequeño pene, arrancando quejidos de placer cada vez más intensos. Mi diminuto órgano se empezó a endurecer ante tal tormento. Los mismos dedos invasores acariciaron mis igualmente pequeños testículos. Pequeños choques eléctricos recorrían mi cuerpo con cada caricia, lo que me hacía gemir y gemir cada vez que acariciaba o jugueteaba con mis delicadas partes íntimas. Mi pequeño órgano estaba todo lo erecto que podía estar, o eso pensaba…
Christian se arrodilló, tomó mi cosita, la examinó brevemente, y se la metió en la boca. Inmediatamente empezó a recorrer el pequeño tronquito, hasta que llegó a la base, y de pronto cerró los labios con fuerza. En ese momento sentí ver estrellas; el placer era intolerable. Aspiré ruidosamente y gemí con fuerza. Mientras, su lengua jugueteaba con mi pequeño glande, introduciendo la punta en el diminuto orificio. Los pequeño choques eléctricos se convirtieron en descargas sin control. Nunca, nunca me habían dado placer de esa manera. Para colmo, con la yema de sus dedos jugueteaba con mis pelotitas. Yo ya no sabía qué me daba más placer. Me preocupaba que se me doblasen las rodillas y caería al suelo gimiendo de placer. Christian, sintiendo esto y que ya estaba a nada de venirme, soltó mi atormentada cosita, que se mantuvo heroicamente erecta con sus ridículos pero pulsantes 6 cm. Me volvió a tomar de los hombros y me empujó dulcemente al sofá de su oficina. A pesar de que sabía que todo lo anterior iba a culminar en eso, me sentí muy emocionada. Me va a penetrar y voy a ser suya, me dije. Mi pequeño pene se movía de un lado a otro, y no me importaba. Hoy voy a ser su mujer.
Me depositó con ternura en el sofá y se irguió. Se fue despojando lentamente de su ropa; pero yo ya sabía lo que me esperaba, porque el bulto en su pantalón era inocultable. Finalmente se quitó sus bóxers y liberó su hombría. Qué bárbaro. Era un monstruo de fácilmente 18 cm y casi 2 pulgadas de grueso, totalmente erecto y rodeado de gruesas venas. Sus testículos eran fácilmente el doble de los míos cada uno, y se bamboleaban en la medida que se iba acercando a mí. Lo que más me excitaba es que yo era la causante de esa excitación. Christian tenía esa erección por mí. Su deseo no era otro que penetrarme e impregnarme.
Me tomó de los tobillos y me los levantó, y abrió mis piernas. Mi diminuto pene ya había recobrado su pequeñez, pero yo seguía terriblemente excitada.
Me empujó las piernas casi hasta mis hombros, exponiendo mi indefenso ano.
Con un movimiento rápido, se embadurnó con un lubricante que no sé yo de dónde lo sacó, y posó su enorme glande en mi entrada. Me miró fijamente a los ojos, y empujó.
Yo ya no era virgen. Había sido penetrada por varios hombres antes. A varios los había amado. Grandes. Gruesos. Fuertes. Este era otra cosa. Era inmenso y durísimo. Era como si me hubiesen metido un tubo de hierro. Yo abrí mucho los ojos y traté de aguantar, pero el dolor era demasiado. Sentí casi como si me partieran en dos.
Luego, cuando la mayor parte de su longitud estaba dentro de mí, se detuvo. Sabía lo que estaba haciendo. Mis músculos se fueron acostumbrando y el dolor se fue calmando. Cuando Christian vió que mi gesto cambiaba se acercó a mi. Mis piernas dieron todo de sí, pero aguantaron. Quería besarme.
Me besó, y mientras introducía su lengua en mí, empezó a bombear. Lentamente al principio, pero con ritmo. Me tomó de la cara con las manos y me dijo:
Estás riquísima.
Sin dejar de mirarme a los ojos, fue aumentando gradualmente el ritmo. El tamaño de su virilidad era tal que tuvo que agarrarme de los hombros. El tormento que su enormidad aplicaba en mi próstata era intolerable. No gemí. Grité ante un orgasmo como nunca había sentido en mi vida. Ese orgasmo provocó que mi ano apretara más de lo usual, y Christian, que no esperaba esto, aulló, y me inundó con su interminable fuente de virilidad.
Christian se detuvo, su inmenso pene aún dentro de mí, y me dijo:
Eres adorable, y por eso te voy a dar otra cogida de la que nunca te vas a olvidar.
¿En serio, amor? La que que me acabas de acomodar es lo mejor que me ha pasado en mi vida de mujercita.
Christian, que aún no había salido de mí, me besó, y mientras lo hacía, su deliciosa enormidad, que apenas se había ablandado, volvió a entrar y salir de mi, mientras se volvió a endurecer y a llenarme. Yo nada más veía las puntas reforzadas de mis medias subir y bajar rítmicamente, los tacones de mis sandalias siguiendo el bombeo, y pensando, mientras el placer casi intolerable iba apagando mis pensamientos y me iba convirtiendo en puro placer: qué rico es ser mujer.
Y al mismo tiempo, justo cuando sentía que mi diminuto pene sufría una nueva erección, y se venía con una intensidad que me volvió a arrancar un grito de placer animal, supe que no era inútil. Su pequeñez y la de mis pelotitas únicamente acentuaban mi feminidad diferente. Estaba hecho para sentir placer dando placer a monotes como este. Y sonreí, mientras Christian aullaba una vez más y me inundaba con su semen caliente, que lo había eyaculado por mí. Me sentí orgullosa de mí misma por haber hecho gozar a este semental.
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